El río eterno: mi historia de amor con River Phoenix

Cómo fue que la película «Cuenta conmigo» y su enorme protagonista, River Phoenix, me cambiaron la adolescencia.

Creo que te va a gustar porque es de un grupo de amigos de tu misma edad”, me dijo mi madre cuando alquiló el VHS de Cuenta conmigo. Eran fines de los 1980s y recién comprábamos una videocasetera, y los sábados mis padres iban al videoclub Córdoba de la avenida Sabattini y traían películas para toda la familia. Todavía faltaban un par de años para que nos dejaran elegir nuestros filmes, pero esa vez mi mamá le pegó.

Cómo no me iba a gustar. Era sobre un grupo de amigos de 12 años. Tenían una casa en el árbol y se iban solos de aventura a buscar un cadáver y fumaban y hacían una fogata y comían malvaviscos (que no sabíamos qué eran porque, claro, la globalización no había llegado todavía), y se salvaban de que los pisara un tren y de las sanguijuelas y hasta del malvado de Kieffer Sutherland, y cantaban y se encontraban a sí mismos en el camino. ¿Cómo no me iba a gustar? Fue una de las mejores películas que vi en mi vida.

Pero además de todo eso, ahí estaba River Phoenix. Yo todavía no sabía cómo se llamaba ni tampoco lo podía googlear porque, claro, Internet tampoco había llegado, pero recuerdo esperar hasta los créditos finales con una lapicera en mano y anotar su nombre. Ese día me enamoré por primera vez de una estrella de cine y, qué quiere que le diga, ese es un amor que dura para siempre.

Pero seguir a un actor en esa época era una tarea analógica, de naturaleza épica. Le pedía a mi abuela que me comprara las revistas para adolescentes, esas que venían de Estados Unidos, ya ni recuerdo los nombres. Calculo que habrá sido alguna Seventeen, que traía siempre dudosa información sobre los galancitos del momento y que devorábamos. No había otra forma de saber, de informarse. Cada vez que iba al video preguntaba si había alguna película nueva con él. Si había, la alquilaba. Algunas otras las descubrí en el cable. Pocas las pude encontrar en el cine. Las ví a todas.  

Cuando River Phoenix murió en octubre de 1993, eran muy pocos los que tenían una computadora personal en la casa y recién se comenzaban a configurar las primeras direcciones de email en Córdoba. La noticia llegó como un mal presagio un día después de Halloween, relatada con la solemnidad de un informe policial en el noticiero local. Yo estaba en la cama ya, y mi madre me dio la estocada: “Ese actor que te gusta tanto, River no-sé-cuánto, el rubiecito lindo, se acaba de morir de una sobredosis de drogas”. Yo ni siquiera sabía lo que eran las drogas, menos lo que era una sobredosis.

Al día siguiente me largué a llorar en la fila del colegio, cuando izaban la bandera. Mis amigas me miraban pasmadas. Una se largó a reír. “¿Cómo vas a llorar por un actor?”, me dijo con una reprobación que todavía se siente como cachetada. Pero ¿cómo no iba a llorar? No era cualquier actor. Era mi primer amor de Hollywood, mi primer “crush” adolescente, mi primera experimentación de lo platónico, mi primera comunión con el cine y sus protagonistas, una correspondencia que todavía continúa, cuando ya doblo en años la edad que tenía ese chico cuando se murió.

River Phoenix. Todavía lo extraño. De vez en cuando vuelvo a ver sus películas, como un acto de desobediencia ante la muerte. Me imagino qué papeles le hubieran dado en los 1990, en 2000, etc. Me pregunto si Leo DiCaprio existe solo porque River murió de repente, así como la desaparición fortuita de los dinosaurios propició la existencia humana. Veo a su hermano Joaquin actuar como un desgraciado, y me pregunto si solo lo hace para poder traerlo de vuelta. Lo invoco cada año en su cumpleaños, envidiosa de su eterna juventud. Y vuelvo a llorar mientras escribo estas palabras.

Publicado originalmente en La Voz del Interior – Domingo 28 de enero de 2024

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